Segmento de: El Caballo Vacío
Capítulo 17
Helena sabes que te acuerdas de su nombre, no te hagas la que no recuerdas cómo se llama ese fantasma, ándale ponle el nombre al espectro del machín de la camisa roja; ése, sí, el que está en la barra izquierda fumando como una chimenea y bebiendo ron de una botella, como si el mundoentero y una larga travesía se le incrustaran en la memoria que la muerte vela...
No te hagas, si todas lo sabemos, que es él quien te puso a maullar como gata en celo durante un año cada quincena… No fue hace tantísimos años como dices, Manita, así que ya suelta la sopa y platícanos, porque si no lo platicas tú me cae que desde otro ángulo yo lo intento, aunque tenga que inventarme la mitad que ni a solas me cuentas… Ándale, ¿no? Ah ¡entonces yo por aquí lo suelto!
Este machín, Arnulfo Carrasco-Zavaleta y Puer, tataranieto de un cacique Tamaulipeco que durante la revolución armó a sus propios campesinos y les enseñó el uso de arma y algunas otras artes de la guerra. La lealtad del soldado es con su comandante, la del campesino ha sido, es y será siempre para con la Tierra. Cuando el soldado gana tierra a fuerza de guerra, al final de ésta el comandante es quien ocupa los cargos “públicos”, los puestos “beneficiosos” para la comunidad, y en imperfecta proporción crece su propio bolsillo de acuerdo a lo que la Tierra ofrezca generosa. Al campesino no se le debe encomendar la defensa de la Tierra, porque sus manos están acostumbradas a la herramienta de cultivo, y aunque sin duda es muy diestro con machete, hoy en día la hoja curva sirve ya nada más para abrir brecha o para un mano a mano provinciano. Cuando al campesino se le da un arma de fuego la que sale herida es la Tierra misma. Hoy la guerra se ha transformado, ya es otra cosa, ya no es humano contra humano, ya es dedo en botón y sálvese quien pueda.
La cosa es que esa sangre, la de los Carrasco-Zavaleta (de la Puer ni te platico, alcurnia bárbara) traía viaje, mucha historia; el deca-tatarabuelo de Arnulfo, el Arnulfo que estrenó el nombre en la familia, llegó a la Nueva España en el sexto viaje vía algunos años en Cuba, luego vía Veracruz al noreste de México. Durante su tiempo de neo-isleño tuvo la suficiente suerte de contraer nupcias arregladas con una bella joven de Zaragosa, cuyo padre tenía la obsesión de querer hacer fortunas incontables con la riqueza de esa tierra ajena, tan prometedora del otro lado del charco, y subsidió al yerno con ahínco para comprar tanta tierra como se pudiera y alcanzara, que fue mucha y suficiente respectivamente. A Azucena la miró una sola vez en retrato y su corazón la amó desde entonces y para siempre. En el tiempo apasionado que duró su matrimonio (13 años, mal augurio, dijo la partera cuando Azucena entró a labor de parto en su quinto embarazo, la mano huesuda trabajaba los contornos de la vagina con aceite de coco, lubricando la entrada para ayudarle al pequeñito, el primer varón después de cuatro hijas, el esperado portador del nombre que venía con el cordón enrollado, y en esa época sólo un milagro los salvaba a ambos; la partera de mano huesuda, de nombre Santa, comenzó a recitar en alguna lengua indígena palabras extrañas al oído de las pieles blancas, su voz devino en canto –que incluso siguieron inconscientemente algunos pies tamborileando sobre el suelo- y mientras metía el brazo hasta el codo para desenredar a tacto el cordón umbilical del cuello del niño, fumaba un hato de hierbas extrañas que exhalaban humos ligeros con aromas oníricos y calmos…
Después de la ceremonia de parto todo fue silencio, la sangre empapaba el cuarto y prendas, y el cuerpo límpido de Azucena yacía abierto de piernas y con la raja llagada; en cambio el cuerpo de la criatura, calientito en un bondojo de telas aterciopeladas, estaba en manos de su padre absorto, en una especie de limbo del que nunca se recuperaría del todo, sin saber exactamente si amar a la criatura que llevaría su nombre, o a través de él llorar para siempre la muerte de su amada. Este tipo de patrón familiar, con sus entendibles diferencias posibles, se repitió como maldición en el 76% de los Arnulfos que le siguieron, que quedaron viudos muy jóvenes y con hijos en las manos, sin saber si quererlos por quienes son o por quien murió al depositarlos. A tu Arnulfo casi lo salva de la maldición el ser marica (digo casi porque cuentan las malas lenguas que en una larga borrachera se acostó con una verdadera hembra que se hizo pasar por transexual, y que hay un chiquillo corriendo por allí con su nombre puesto).
Volviendo a la historia, el padre de Azucena siguió invirtiendo con el yerno en América, y llegaron a poseer extensiones inmensas de tierra fértil y productiva. El suegro murió en Zaragoza justo al día a los diez años de que Azucena partiera; la fortuna en España, ya magra en dinero pero aún substancial en propiedades, fue repartida entre los cinco hermanos mayores; las hermanas conservaron todos los enseres domésticos y demás objetos no sólo del occiso sino también (por fin, tan pacientes que esperaron) de la esposa del occiso, madre de ellas, fallecida ocho años antes, pero cuyos objetos fueron conservados a fuerza de testarudez por el padre que, hecho ortodoxamente a la antigüita, no quiso nunca aceptar que su mujer muriera de olvido, de falta de calor, de amor, de tacto. Afortunadamente, ya nadie pensaba para entonces en la buena de Azucena, sólo de vez en cuando se preguntaban qué habría sido de ella, y es que su padre, siendo tan precavido en asuntos de negocios, no había mencionado a nadie las transferencias de valores comerciales a tierra franca en la América ignota. Azucena por su parte, floja por ser la más pequeña de la familia, recibió cartas incluso dos o tres veces de todos y cada uno de sus familiares, quienes en verdad la extrañaban y apreciaban por ser la más pequeña. Ella respondió sólo a una que otra misiva, así que en poco tiempo la comunicación se estancó y sólo en ocasiones funestas y en algunas cuantas de alegría se hacían llegar como pudiesen un aviso. Cuando murió su padre ya era tan esporádica la correspondencia que lo único que le mandaron fue la Santísima Biblia que el viejo tanto amara y que dejó explícito quería fuera para ella, con una nota que decía: “Padre ha muerto. Hemos dividido la Hacienda. Desde vuestra partida las cosas no fueron bien. Esto es lo que os corresponde. Dios guarde.” Fueron treinta y nueve lunas las que Azucena lloró, incapaz de detenerse. No había consuelo alguno que la colmara. Arnulfo la amó más que nunca en ese periodo largo y mojado, pero nada parecía tener efecto sobre el ánimo de la desdichada. Sólo cuando a fuerza de insistir e insistir le abrió las puertas de la recámara después de un año riguroso de luto y otro más de duelo histriónico, y que a los tres meses quedó preñada de su quinto embarazo, que el ánimo le volvió al alma y cuerpo, el verde se le fue del rostro, recuperó en un par de meses la carne y la cordura, se la volvió a ver risueña y alegre, y se la escuchó cantar por cuartos y pasillos, arreglando jarrones de alabastro en las salas, llenándolos de rosas, abundantes en los jardines y los patios. ¡Qué poco le duraría esta vez la dicha!
Arnulfo, falto de Azucena, entero en sí por sus cinco hijos, incluído el más pequeño, decidió vender cada centímetro de paradisíaca isla, bien cotizada, y partió al continente con todo y 252 bultos y su descendencia. También se fueron con él: 5 negros recién llegados del África (nunca esclavos con él, no correspondía esto con su moral instintiva); 33 trabajadores indispensables para la enorme mudanza, 14 de los cuales, sumamente fieles, permanecieron con la familia Carrasco-Zavedra por varias generaciones. Así es como llegaron a Tamaulipas. De los 14, la vieja Santa fue siempre la más querida y encargada de la crianza de las criaturas, sobre todo del recién nacido, pobrecillo.
En tan sólo unas cuantas generaciones los Carrasco-Zavedra llegaron a ser terratenientes de gran parte de la zona de las lagunas en la frontera entre lo que es hoy Veracruz, Tamaulipas y San Luis Potosí. Historias como las que te he contado abundan con el correr de los años. Podría platicarte de cuando Benito Juárez fue al rancho de uno de los don Arnulfo y se quedó dormido sobre una hamaca frente a la laguna Champayán. Mientras dormía una familia de monos curiosos, a los que los miembros de la familia alimentaban esporádicamente, le robaron los anteojos recién confeccionados, un atado con pluma y tintero, y el pequeño cuaderno cubierto de cuero en el que el Benemérito escribiera sus más sabias palabras. Al despertar se causó gran revuelo en todo el rancho por la desaparición de los objetos del Sr. Presidente; se hizo comparecer a todos los empleados de la gran casa central y se pidió se devolvieran los objetos de inmediato, al no hallar respuesta se hizo una búsqueda por toda la casa, empezando por los cuartos de los trabajadores (con la humildad en la mano áspera de trabajar para el otro), luego de los de más confianza, y finalmente incluso en el closet de la Señora, los cuartos de los hijos de Don Arnulfo, incluso el de Arnulfito, y nada. Después de varios días de intentar disipar la duda y el desconcierto del político más importante que jamás haya dado nuestra patria, de buscar en graneros y caballerizas, en las cabañas más lejanas, incluso en despachar a alguien de vuelta a la capital para revisar si a Don Benito no le había fallado el coco (al decir esto él mismo se golpeó cómicamente la cabeza como si fuese una tronco hueco) y quizá hubiera olvidado los objetos sobre su escritorio, cuando como aparecido cayó un anciano mozo de campo, indígena de pura sangre y corazón honrado, llegó al casco viejo en el que conversaran los grandes Señores, pidió audiencia con el patrón para hablarle de algo importante, se le negó tres veces la entrada hasta que de necio lo hicieron pasar, una vez que Don Arnulfo dio su aprobación. El viejo indio, (“Juan Mártir” respondió cuando le preguntaron su nombre) que apenas hablaba unas tres palabras en Castellano, descolgó de su hombro un bulto y de éste empezó a sacar los objetos que faltaran, conforme hacía esto imitaba graciosamente a los monos poniendo las manos sobre su cabeza y haciendo ruidos extraños; inmediatamente comenzaron las acusaciones, e incluso hubo quien pidió se detuviera al indio y se le hiciera confesar el hurto con azotes. Don Benito en cambio miró el rostro sereno del hombre, puso la mano derecha sobre el hombro del otro y la izquierda en su propio corazón, y agradecido le preguntó cómo podía reciprocar el que hubiese devuelto las prendas tan preciadas (“Más que nada este cuaderno, Juan Mártir” le diría Benito y besaría la cubierta de piel confeccionada con sus propias manos), a lo que el indio respondió que lo único que le haría un gran bien sería un pocito cerca de la choza, para que su esposa no tuviera que caminar dos kilómetros hasta encontrar agua buena. Al día siguiente antes de que cantara el gallo Don Benito ya estaba vestido con ropa de trabajo, y vara bifurcada y pala en mano se fue con Juan de Dios a encontrar el agua subterránea. El Benemérito regresó cuatro días después con la misma ropa pero en harapos, en las manos y entre las uñas más tierra que en una gran maceta, los zapatos con capas de lodo, una sonrisa indeleble en el rostro, un tufillo persistente a aguardiente, y otro tufillo a fuego a leña al aire libre.
Te digo que de esta familia se podría escribir una novela entera, Helena, y eso que yo sólo me sé unas cuantas de sus historias; no imagino cuántas te sabrás tú, tantas que te llevarás a la tumba por ese hábito tuyo a la intimidad, al desapego, y ese gusto profundo que tienes por el olvido, sobre todo cuando te conviene. Por eso no quieres que cuente la historia del “hombre” cabezón y de espalda gigantesca que ya se pasó a la barra derecha, y que acaba de pedir dos tequilas Herradura Añejo Selección Suprema (Edición Limitada), uno de los cuales lleva tu nombre sugerido (tus labios beberán de ese caballito, y luego el caballo hará suya a la yegua, a ti en la cama te gusta relinchar –esto lo digo en secreto, para que no me llames indiscreta). Por eso me hiciste el hechizo de irme esta vez por la tangente.
Este machín te ama tanto que en unas semanas va a comprar El Caballo, luego una noche desas en que tu voz nomás se vierte para sólo uno, te lo va a traer a regalar escritura en mano con la condición de que te cases con él. Tú le explicarás que eso es prohibido por las leyes de un país injusto, que sólo da derecho a la institución matrimonial a quien le place, y no al ciudadano común, que en la intimidad tiene derecho a hacer de su culo un papalote. Él, tarugo brillante que es, te ofrecerá El Caballo con la condición de que una noche a la semana la pases con él. Tú ofrecerás una cada quincena y él accederá, y así es como te hiciste de tu hogar mi vida, y todo rindió para una vida intensa y vívida, y no su relato imaginario, escenario para los ojos de quien hoy te encuere.
El primer año Arnulfo asistirá puntualmente a la cita quincenal, y en cada ocasión habrá en sus manos algún exquisito obsequio. El segundo año lo verás cada dos o tres meses declinantes, ya estará infectado con la plaga loca, verás sus carnes gimnásticas decrecer como bajo succión de invisible ventosa. El tercer año lo verás apenas dos veces, una en que ya no tendrá cabello alguno y su cuadrada espalda asemejará más a un tubo oxidado, su rostro macho más flor marchita. El cuarto año te pedirá que lo vayas a ver al rancho, tú sin pensarlo un momento irás. Esos últimos dos días juntos serán los más felices de la vida de este Arnulfo. A cambio por tu visita recibirás el anillo de esmeraldas que el primer Arnulfo pensara obsequiar a Azucena después del nacimiento de su quinto hijo. Contigo se romperá la maldición. La operación no incluyó una matriz fértil.