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El filo del deseo

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                                                                 ¡Qué desgracia mi fortuna! En la copa

                                                                 puede haber una araña macerada,

                                                                 y te la puedes beber y marcharte sin tomar

                                                                 ningún veneno, pues no sabiéndolo no infecta.

                                                                 Mas si te muestran a la vista el horrendo

                                                                 ingrediente, haciéndote ver que lo has bebido,

                                                                 te destroza la garganta y los costados

                                                                 con espasmos y náuseas. Yo he bebido y vistola araña.

 

                                                                                     W. Shakespeare, Cuento de Invierno, II, I.

 

 

                     Todos decían que Juan Mártir Totomol Pérez nació con mala estrella. No por eso se le había visto alguna vez decaído. En realidad era un hombre joven despreocupado. Lo mismo le daba le cayera la noche en el catre chueco que en el monte; bajo techo y con fueguito, o a la intemperie a oscuras envuelto en su zarape; era capaz de devorar con el mismo placer los manjares silvestres y rústicos que preparaba la Ermitaña, o un pan duro embarrado de frijoles rancios. A sus veinticuatro años no conocía ni mujer ni el hambre que lleva a ella; tampoco había bebido jamás una gota de aguardiente, cosa rara en el campo, así que los hacendados que contrataban por temporada le tenían por un hombre humilde de bien y responsable; aún así ninguno jamás se vio tentado a aproximarse mucho al joven, o a darle trabajo de planta. Aunque era muy trabajador, ante todo lo consideraban como un bicho raro, que pasaba semanas enteras en el monte, que hablaba con las plantas y los animales, que cantaba y silbaba incluso cuando había tormenta. Dada su historia, los hombres se referían a él como el “Pobre Mártir”, las señoras tendían más al diminutivo “Pobrecito” y se persignaban devotas y encomendadas cuando se cruzaban con él, como si fuera lo mismo compasión que lástima. El cura lo tenía por simplón, de buen corazón y cabeza hueca, y abusaba de él pidiéndole excesivos favores, sin paga o caridad, sin ni siquiera un plato de caldo aguado, en nombre de Dios y de Jesús nuestro Señor. Su única familia era la Ermitaña, que no había hablado una sola palabra en cuarenta y cinco años de cueva, y que le amaba con la ternura callada de mil madres. 

 

                      En un pueblo pobre Juan Mártir era el más pobre de todos. Sin embargo, todas las mañanas y todas las noches, sin fallar una sola, donde y como fuera que le llegase ocaso o alba, tomaba de su cuello la medallita de plata oxidada de la Virgen, el único recuerdo de su madre, Soledad Pérez, muerta cuando él era apenas un niño, y rezaba a su modo: Agradezco a Tata Dios por mi lote de vida, por el sol, por la luna y las estrellas, por la Pachamama, por ser carne de Su cuerpo, por la semilla y el viento, por el agua, por las plantas y los animales, por el abuelo fuego y las abuelas rocas, por los ciclos del tiempo. Su madre fue quien le enseñó a rezar libre, de esa manera. Mujer de buena y sobreprotegida cuna, rebelde de nacimiento, excomulgada de iglesia, comunidad y familia por haber tenido un amorío y quedar preñada de un indígena desarraigado que luego, de puro miedo y muina, se fue a perder para siempre detrás de la frontera. Soledad abandonó su pueblo en el norte desértico y emigró al cálido sureste, tenía tan sólo dieciséis años, iba encinta y sin más en los bolsillos que la medalla que le regalara su madre en su recién quinceavo cumpleaños, y un pequeño fajo de grandes billetes que alcanzó a robar del cajón del escritorio en la oficina de su progenitor antes de que los “guarros” la sacaran a empujones de la casa. El fajo le fue de ayuda vital para iniciar vida humilde en el monte de esa tierra lejana. Compró un pedacito de tierra junto al río y se instaló en una pequeña choza en las afueras del pueblo, compró una Singer y abrió tiendita. Las señoras del pueblo, recelosas pero intrigadas por la extraña, paupérrima pero de distinguidos modales, empezaron a visitar el austero local, y así, con la esperanza del hijo próximo y su lucha diaria, se entretejía ante sus ojos un buen futuro.

 

                     Tuvo a la criatura una noche de luna nueva en la cueva en pleno monte, con la única y silenciosa ayuda de la Ermitaña, quien encendió el fuego, acomodó los petates, alzó las mantas, hizo hervir agua, oró entre murmullos ininterrumpidamente durante las diez horas de difícil labor de parto, recibió a la criatura con sus manos flacas pero firmes, y lo envolvió en tibios rebosos de lana pura, perfumados con hierbas frescas del campo. Después del parto la salud de Soledad se fue desmejorando como si a un globo le hubiesen pinchado un hoyo minúsculo. Poco a poco, durante dos años, lo que fueron leves pero recurrentes jaquecas se fueron tornando en días de dolor continuo y de inmovilidad forzosa, hasta que una noche su cuerpo no pudo más y, desinflada, se dejó vencer por la Muerte. Sólo la Ermitaña se dio cuenta que la Muerte, de pasada por el catre para besar el alma de la difunta, besó también los labios del pequeño dormido en el canasto. La Ermitaña, que ya había visto a La Huesuda tantas veces, que le conocía los modos a La Justiciera, se preguntó en silencio qué querría decir esto para el destino del chiquillo, si sólo besa en vida a sus mensajeros.

 

                     Los siguientes veintidós años fueron silvestres. De la Ermitaña, pizarrón en mano y caminando cada palmo de la serranía, aprendió al mismo tiempo el alfabeto escrito y herbolaria, los nombres precisos de una tradición muy antigua y los clásicos latinos, que ella a su vez aprendió de un catálogo antiguo de plantas y flores locales, detallado con acuarelas exquisitas, pintado centurias atrás por un fraile apasionado y talentoso, y que ella inconteniblemente, y no sin rasgos de justicia divina, hurtó de la biblioteca del párroco cuando tenía trece años. De acuerdo al conocimiento de la Ermitaña, había hierbas buenas para el ser humano y malas para la bestia, o buenas para la bestia pero malas, algunas malísimas, incluso mortales, para el ser humano, y entre esos dos extremos un mar verde y colorido. Juan Mártir las amaba a todas por igual, de tanto amor era incluso inmune a “La Ronchuda”, una flor cerúlea pequeña y camaleónica que crece entre las rocas en algunas cañadas remotas de la cordillera, que de apenas rozarla provoca en el cuerpo enormes pústulas que supuran y apestan, y que en su calidad benéfica y en dosis pequeñísimas parece ser el único remedio natural contra el cáncer de la piel. El Pobre Mártir las amaba a todas, pero desposeídamente. No las deseaba, mejor, les pertenecía. De esa manera cobraba sentido su vida, dándose a pertenecer sin reserva a todo aquello que lo rodeaba, ya fueran, en un extremo, el sol y la luna o, en el otro, la pandilla de adolescentes en el pueblo que, en ocasiones, nomás de malcriados, le gritaban injurias y le tiraban piedras.  De la vida aprendió de manera intuitiva que nada, por más violento que fuera, le era en contra. Su paciencia excedía desentendidamente cualquier tormenta o aprieto. Su Fe en Tata y en vivir le era tan clara e inocente que le hacía libre. Bebía quizá de un manantial distinto al resto de nosotros, que nos conformamos con oír sermones en domingo, hincarnos y rezar rosarios, encomendarnos a la Virgen o a Jesús por nuestros pecados, y cargar nuestra cruz cada día.

 

                     Luego ocurrió algo que hizo cambiar para siempre el semblante inocente del muchacho. El hijo de Don Manolo, el dueño de la abarrotería que está frente a la catedral, volvió de un largo viaje a los Estados Unidos con una caravana de productos extranjeros para la venta. Don Manolo irradiaba, oía monedas caer del cielo. Todo el pueblo habló durante meses de la sinfonola, de los paraguas chinos, de las conservas de la India, de los pantalones de mezclilla, del aparato para hacer retratos al instante, de los productos de belleza con olor a lavanda o rosas, de los coloridos crayones de cera que hicieron tan felices a tantos niños esa navidad. Pero entre todos los productos uno en particular resaltaba a la vista aguda, un objeto que llegó como encarnado al pueblo, a reclamar el alma de un inocente y a clamar por la justicia más allá de la distancia. Del fondo del último envoltorio Don Manolo sacó una preciosa caja de nogal, en cuya cubierta estaba grabada la máxima: “AND JUSTICE FOR ALL”, y abajo entrelazadas las iniciales B y A, coronadas con victoriosos ramos de laurel. Al sostener la caja en sus manos, el viejo sintió que la vida y la muerte se le enroscaban como dos serpientes ascendiendo por su columna vertebral, que éstas dos fuerzas primordiales se batían en su mero centro como si éste fuese el primer y último campo de batalla en todita la Tierra. No sin un temor primitivo, inconsciente aunque palpable, abrió la caja y adentro, como dormida entre terciopelo azul, encontró una pistola labrada en plata. Formas armónicas preñaban el mango de ensueños fulgurantes; grecas y plicas precisas parecían danzar por todos los recovecos del luminoso revólver; cada exquisita curva de su cuerpo mostraba el detalle universal de una idea clara, de una imagen vívida de la belleza; la exaltación más simple de una figura geométrica entrelazada con otra daba movimiento orgánico y respiratorio al objeto inanimado, cuyo intenso fulgor parecía emanar de adentro. No se sabe si ese brillo hablaba de la plata, si era asunto del metal precioso y de las manos inspiradas que seguramente, con gran maestría orfebre, alguna vez labraron el objeto; lo verdaderamente cierto es que ante ese brillo, un poco del cielo y otro tanto del infierno, uno probablemente tenía que sospechar de la naturaleza pura y vertical de tan hermosa y siniestra belleza. Sin embargo, su horizontal cadencia llevaba consigo, en lo más violento de sus entrañas, un llamado ineludible, el imán del más profundo deseo, un grito que repica y reverbera, armónico y estridente, como campana dominguera a la que cualquier buen cristiano responde por mera obediencia, pero que algunos pocos siguen con la devoción del Sagrado Corazón al rojo vivo, y a saber que cuando esto ocurre y la fe torna en pasión y deseo, las fronteras entre el bien y el mal se disuelven, y con ellas desaparece también cualquier culpa y fluye la Luz. Con el corazón latiéndole aprisa, sin haberse atrevido a sacarla del sedoso lecho, cuando Don Manolo por fin cerró la caja descubrió que tenía una erección prominente; a sus 71 años y con mal corazón, hacía exactamente cuatro años, tres meses y catorce días que esto no le ocurría. Resolvió que esa pistola merecía el lugar de honor en el centro de la vitrina, y allí la puso con una flamante etiqueta con el precio en tinta roja: $6866.00(cifra, además de extraña, estrambótica para aquellos lugares recónditos), y se marchó ávido y presuroso a buscar a su mujer, quien seguro se pondría muy feliz de “recibirlo”.

 

                     Era aún de madrugada cuando Juan Mártir llegó del monte a la plaza, llamado por el cura para pulir los vitrales y limpiar la sacristía. Cantaba un trío de gallos anticipados, ladraban algunos perros, un par de mujeres con rebozo barrían como sonámbulas las puertas de sus casas; no ocurría mucho más en el pueblo dormido y, sin embargo, estaba por sucederlo todo. Al pasar frente a la vitrina y ver la pistola por primera vez, Juan Mártir fue atrapado por un haz de luz que le entró como un sedal por la mirada, y se le ensartó como anzuelo en la médula. No fue cosa de decisión el detenerse a contemplarla, tampoco el escucharle susurros a través del vidrio; no hubo en Juan Mártir más voluntad invertida que la de saber que su destino por fin tenía meta fija. Se enamoró de inmediato y se dejó llevar como un pez a la superficie. A primera vista, por primera vez en su vida, sintió amor conciso en vez de abstracto, tan sólido como la materia que lo confirma, y que se escribe perennemente en el corazón como un tatuaje en la piel. En el fulgor de las líneas del revólver, el Pobre Mártir encontró palabras sagradas escritas sólo para él, y su espíritu quedó prendado inevitablemente allí, pegado de las alas como insecto en tela arácnida. Dieron las siete cuando la monja que atiende al cura vino a buscarlo para decirle que a Dios no hay que hacerlo esperar, que el Sr. Cura ya llevaba dos horas aguardando su llegada, que había mucho que hacer y que porqué perdía el tiempo mirando como tonto la vitrina de la tienda cerrada. Juan Mártir no le escuchó una sola palabra, estaba abstraído en una conversación más profunda, empezaba a discernir los susurros de la pistola, ésta lo llamaba tiernamente por su nombre, entre agudos cantos le pedía la poseyera, la hiciera suya. Finalmente la monja lo cogió de la oreja y se lo llevó casi a rastras rumbo a la iglesia, rompiendo así el primer encanto. Pero la mirada de Juan Mártir ya estaba ocupada, y el objeto del deseo se le esparcía (como veneno a quien sabe que lo ha bebido) feroz por todo el ser.

 

                     A medio día, cuando la monja se fue a servir y el cura a consumir los sagrados alimentos, Juan Mártir se escabulló de la sacristía y fue decidido a hablar con Don Manolo. 

–¿En qué te puedo servir muchacho?- le dijo el viejo con ojeras en los ojos y una gran sonrisa pegada al rostro.

–Verá, Don Manolo, vengo con todo rispeto a pidirle quime venda la pestola quistán la vintana…

–Y ¿para qué quiere un joven pacífico y responsable como tú un arma de fuego? 

–Esquies muy bonita, y lascucho cantarmi, si no la quero padesparar, usté nomás miladá sin balas y verá... 

–Aunque te la quisiera vender, Juan Mártir, estás hablando de un revólver antiguo, y muy caro, es de plata pura, no creo que tengas para pagarme…  

–Pos mañana mesmo li traigo lascreturas de mi terrenito inlas ajueras del pueblo, con todo y la que jue la casa di me mamacita…  

–Esa no es casa, chamaco, ¡es choza! habría que derrumbarla…  

–¡Lijuro a usté quicon istas manos latero yo mesmo!

–Mira Juan, te agradezco la oferta, pero el terreno, aunque colinda con el río, no vale más que seiscientos o setecientos pesos…

–Pos lidejo tambén mecadena dila Virgencita, mírela qué bonitastá, llera más bonita cuando colgaba del cuello dime mamacita, tonsis brillaba, porque usté lamira ahora cachumbrosa, pero lempecita jasta brella más bonito quila pestola, lijuro por ísta…- pulgar e índice sostienen la medalla que llega a los anchos labios. 

–No lo dudo, Juan, pero aunque brillara más bonito que la luna llena, tu medallita, en peso gramo, no puede valer más de quinientos pesos…

–Pos lidoy lascreturas y miago susclavo, Don Manolo, lijuro quisoy bien chambiador, podo cargar más bultos quiuna mula, ándile…

–Pero qué tenaz, Mártir, qué araña te ha picado… Mira, no necesito ahora un trabajador de tiempo completo, gracias a Jesús nuestro señor tengo familia numerosa, lo que es que hay mano de obra gratuita para aventar al cielo…          

El muchacho miró al suelo, le temblaban levemente las rodillas y las manos en los bolsillos del viejo pantalón, –Tonsis yúdime, Don Manolo, ¿quídebo jacer paquime venda la pestola? 

–Y bueno muchacho, ve a casa y recapacita, piénsatelo bien, y si en verdad estás convencido de esta locura, tráeme mañana las escrituras en garantía, y calcula cuántos días de trabajo necesitarás para juntar el dinero que falte. Vienes mañana y me muestras los números, y allí veremos…

–¡Gracias Don Manolo, Tata silopagui mil vecis! Mañana mesmo litraigo las cuentas-, y salió disparado al monte sin decir más, sin despedirse mas que brevemente de ella, sin volver a la iglesia a terminar sus labores, raudo a recuperar de la Ermitaña los papeles del terreno y calcular, con piedras y palos, el resto en tiempo de espera hasta por fin poder hacerla suya para siempre.

 

                     Volvió la siguiente madrugada, horas antes de que abrieran la tienda, para mirarla y escucharla, para hablarle también. Así, mientras ella entre fulgores le cantaba, él le relataba su historia y le abría su corazón. ¿Quién hubiera escuchado esa primera conversación, o cualquiera de las tantas que siguieron? ¿Cuánta intimidad puede haber entre un objeto inanimado y un ser vivo? Juan Mártir entregaba el alma y el revólver el sentido. Hubiera sido tan fácil romper el cristal que los separaba y llevársela lejos, donde nunca más los encontraran; pero ella le tiraba las riendas, le cantaba encantamientos de paciencia, como si supiera que sus destinos habían de ser precisos y puntuales para que no se rompieran los finos hilos que tejen al tiempo. Amaneció ése día y fue el primero en la vida de Juan Mártir que falló en su oración matutina; incluso Tata, creador de todos los destinos, estaba rezagado en el corazón del muchacho. Empezaba a despuntar el sol cuando vino la monja a sermonearlo, a decirle que había dejado los vitrales hechos un batidillo, que el Sr. Cura estaba muy enojado, que en cuanto despertara seguro querría hablarle. Juan Mártir le respondió que ya le importaba poco lo que el Sr. Cura quisiera decirle, que él ya no trabajaba por nada, que si requería de sus servicios tendría que empezar a pagarle contante y sonante, que le hiciera saber a su mercé cuando despertara. La monja se marchó pálida, lívida, incrédula, persignándose. Momentos después llegó Don Manolo y, después de consultar los papeles y cuestionar a Juan Mártir acerca de sus posibles “ganancias”, llegaron a la conclusión de que necesitaría aproximadamente 1972 días para juntar el dinero, esto si no gastaba un solo peso en otra cosa. Juan Mártir pidió efusivamente al abarrotero prometiera con su vida que lo esperaría y no vendería a nadie más la pistola. El hombre, franco por mandamiento Católico, le respondió que haría lo posible, pero que si alguien llegaba con el dinero en la mano, lo sentía mucho, pero no podría rechazarlo. Salió Juan Mártir de la tienda sin desaliento alguno, su plan tendría que funcionar, se lo decía su corazón. Antes de partir se detuvo frente a la ventana: “Noti vaigas con naiden, mevida, tilo ruego… Ti prometo quivoy trabajar riduro paquisias mía… tilojuro por me mamacita”, y tras besar la medalla y mostrarla al revólver como si éste pudiera verla, para así validar la certitud de la promesa, se fue con vocación irrefrenable a recorrer todos los ranchos de la zona, para arrendar su fuerza hombre y mano de obra al mejor postor.

 

***

                     Puede pasar un día o cien años, da lo mismo, en lo que respecta a la vida en el pueblo pequeño; quizá lo mismo en cualquier pueblo pequeño como el nuestro, en donde parece que nunca nada cambia, en donde parece estancarse el tiempo. Quien haya vivido en pueblo chico conocerá el ritmo al que me refiero, ése lentísimo vaivén de instantes que diluyen en su afluente la ociosa recurrencia de los días minuciosos. Sin embargo, a nadie le pasó desapercibida la radical transformación de Juan Mártir, de hecho, a todos nos afectó de una u otra manera. Los chicos de la pandilla dejaron de insultarlo y comenzaron a temerle; los niños, que antes reían alegres cuando pasaba, ahora chillaban espantados; las señoras, que antes lo tenían en sus oraciones, ahora mal hablaban de él, de su aspecto de teporocho harapiento, de su mirada perdida y su magra osamenta; los señores, antes impasibles y seguros de su masculinidad ante la humilde pureza de Juan Mártir, ahora, intimidados por la intensidad de su deseo, sentían por él un desprecio velado, el respetuoso rechazo que tienen los lobos macho de una jauría por el alpha, más aún cuando éste fue siempre el omega. Lo cierto es que de haber sido el espíritu libre que habitaba el monte, Juan Mártir se fue convirtiendo en un desvanecido esqueleto incansable, que comía apenas lo que le daban en caridad, que andaba de noche en andrajos por la plaza, que trabajaba dieciséis horas al día y pasaba las pocas horas de descanso frente a la vitrina, donde lo mismo se le encontraba animado hablando en voz alta con la pistola, que ebrio de deseo y temblando de frío, envuelto en su zarape raído, delirante a sus pies. Alguna que otra vez intentó el cura persuadirlo de entrar a la iglesia, con la intención de bautizarlo de nueva cuenta, o, si fuese necesario, exorcizarlo para sacarle el “chamuco”, o, de menos, dejar que la monja le diera un buen baño al “apestoso”, estuvo incluso dispuesto a darle un buen plato de sopa caliente, pero por más que lo intentó no logró que Juan Mártir dejara su puesto. Ni el presidente municipal y las fuerzas de la ley, ni siquiera con algunas noches de cárcel a instancias de algunas señoras pudientes, indignadas por el “aspecto de la plaza pública, el corazón de nuestro pueblo”, lo disuadieron de su total entrega. Ni siquiera cuando las mismas señoras recurrieron a la Ermitaña, y ésta fue a la plaza a buscarlo, dejó Juan Mártir que lo alejaran de la encomienda de su alma, de su inminente amor, de su misión de vida. En absoluto importaba que todos lo creyeran perdido, él sentía que por fin había encontrado su hogar.

 

                     Habían transcurrido 1738 noches cortas y arduos días, cuando Juan Mártir tuvo que ausentarse por tres semanas para arrear las bestias de un rancho lejano. En todos esos años la pistola había pasado desapercibida al común de la gente. Cuando alguien se detenía a mirar la vitrina ella parecía apagarse por dentro, dejaba de brillar por voluntad. Unos pocos contados, la mayoría extranjeros aventurados en esta remota parte de la alta serranía, inquirieron acerca de tan misterioso objeto, sin poder recibir más información que la que ofrecía la ignorancia imaginativa de Don Manolo. Hubo un par de ocasiones en que estuvieron a punto de desembolsar en contante la alta cifra, pero algún poder superior les habrá frenado el gusto estrafalario, o quién sabe qué fuerza les habrá hecho salir de la tienda con algo distinto o las manos vacías. Todo parecía indicar que a finales de ése mismo año ella por fin le pertenecería solamente a él. Así es en apariencia la inercia del destino, que en ocasiones usa la línea recta para disimular reposo en el inquieto espacio, pero que cuando uno menos lo espera gira en curva aguda y toma dirección inesperada. 

                     

                     Era una noche oscura de luna nueva cuando Juan Mártir volvió de pastorear las cabras en el alto monte, sólo para descubrir que en el marco de la puerta de la tienda había un moño de listón negro, y que su “prometida” ya no estaba en su sitio en la vitrina. Ésa noche fue terrible, detrás de Juan Mártir bajó del monte una helada neblina, inusual en primavera, que fue dejando a su paso un manto de escarcha mortal para los nuevos brotes en hortalizas y huertas, y que, para rematar, se estacionó sobre nosotros por tres oscuros días. Nadie pudo dormir bien esa noche, la mayoría se revolcaron inquietos en sus camas, y aquellos que sí conciliaron el sueño tuvieron horribles pesadillas. Los gritos y lamentos de Juan Mártir se esparcían en ecos por todos los recovecos del pueblo, nadando a través de la fría espesura, y ni mil almas en pena exiliadas del camposanto hubieran sonado en conjunto de manera tan espeluznante y desconsoladora como los chillidos del muchacho, que pasó las horas negras deambulando errático por la plaza, como navío sin faro, como manecilla de brújula sin mercurio, clamando mezclas de palabras y onomatopeyas sin congruencia. 

 

                     De acuerdo al reloj ya tenía que haber amanecido, sin embargo la oscuridad, necia, permanecía. No fue sino hasta las diez de la mañana que el hijo de Don Manolo, vestido de negro riguroso, llegó a abrir la tienda. Juan Mártir entró detrás de él hecho un loco, implorando una explicación por la ausencia de su pistola. El hijo de Don Manolo le explicó, no sin desdén y un tono luctuoso, que su honrado padre había muerto trece días atrás de un paro cardiaco fulminante, y que no había estipulado, en palabra oral o escrita, que la pistola ya tuviera dueño definido. Juan Mártir intentó cobrar coherencia y explicar al nuevo abarrotero que Don Manolo había tomado sus escrituras en garantía, que durante años y mensualidades él había entregado puntualmente todo su dinero como pago, que sólo faltaban ocho pagos más para saldar la deuda. Le fue respondido que no se había encontrado registro alguno de los pagos que él hiciera, cosa extraña, dado que el fallecido siempre fue un escrupuloso del orden, y que de cada centavo se podía dar cuenta; también le hizo saber que no tenía idea de qué escrituras en garantía le hablaba. Entre implosivos llantos Juan Mártir le imploró que entonces de menos le dijera cuándo y quién la había comprado, y el hombre, ablandado un poco por la muerte de su padre, y otro poco por la tristeza que expelía el sucio muchacho, le contó que la noche anterior, unas horas antes de que cayera la niebla, había entrado a la tienda un gringo güero y panzón con un gran fajo de billetes verdes en las manos, pidiendo ver la pistola que estaba en la vitrina; después de mostrársela y de que el otro la inspeccionara minuciosamente, entre exclamaciones de “Holy great grandfather! I can not believe it! My God, this is a miracle! O Man, this is a find! I knew one day I would have You, but I never expected it to happen in this shitty little Mexican town!”[1],soltó una carcajada, extendió completo el fajo de billetes verdes, cerraron transacción monetaria, y el gringo partió sin más, después de preguntar en inglés qué camino debía tomar para ir temprano en la mañana a la cueva de la reconocida herbolaria, La Ermitaña. En ése momento la cabeza de Juan Mártir dejó de girar, recuperó la esperanza al escuchar la noticia, ella estaba aún cerca, al alcance de su mano; nadie conocía como él los senderos y brechas de estos montes, si se apuraba y cogía el viento podría interceptar al gringo antes del último cruce en el río. Agradeció sobreexcitado al nuevo Don abarrotero, y salió apremiado en busca de su amada y su destino.

 

                     El gringo no había dejado de andar en todo el día, a no ser para almorzar a medio día un par de tamales tibios y un refresco, y ya sentía que le faltaba el aliento, que la ropa, empapada en sudor, se le pegaba a los pasos y a la piel. Llevaba sobre la cabeza un sombrero de paja nuevo, a la espalda una mochila roja y en las manos un improvisado bastón caminero. Estaba por llegar al último cruce en el río cuando Juan Mártir, de quién sabe dónde, le salió directo al paso e, irrefrenable, lo abordó: 

–¿Isustél gringo quisellevó me pestola? 

–What? Nou hablou Españoul, I am sorry, Indio, I do not speak your language[2]-dijo el hombre, sorprendido y receloso

–Sigurito quilatrai nilmorral… ándile, nosia malito, díjemela ver anquisián mementito… 

–Listen, I have absolutely no idea what you are saying. What do you want from me?[3]

–Si sólo laquero merar, sólo quero sostenirlan mes manos un poquito,- dijo, mientras con índice y pulgar de la mano derecha simulaba una pistola acunada en su mano izquierda, –ándile, nosia malito. 

–Oh! You mean the gun, the one I bought in town? What would a man like you want with a piece like that? (This country is so bizarre) Look at you, you’re famished, you look like you couldn’t even hold its weight in silver. You don’t even know its real worth. Go home, you’re just another dirty indio…[4]

–Isquelaí sperado tanto, lijuro que sólo quero senterla cercas, silo ruego patroncito-, dijo con el rostro desencajado y las manos en plegaria frente a los labios. 

–OK, Indio, I will take it out, and you can see it, but hands off!…[5]

Con las manos gordas el gringo sacó la caja de la mochila y la abrió, la pistola fulgía más feroz que el sol del medio día. Juan Mártir estiró ávido la mano, después de todo el tiempo de espera allí estaba por fin, frente a él, lista para ser posesa le hablaba, le pedía la dejara por fin ser libre de su propósito, le decía que se sentía como una estrella muerta ante los ojos hambrientos de los eternos vivos, que él era su redentor, su umbral al olvido, que la cogiera de una vez y la liberara y, sin entenderlo a conciencia aún, ahí estaba en voluntad Juan Mártir cuando el gringo cerró la caja de golpe y dio unos pasos atrás. 

–Wait a second! No touching, I said! But do you want to know the story of this gun, Indio, it is truly legendary… Come sit with me by the river (God knows I need a rest) and I will tell you all I know about it-[6],el gringo se dirigió al río haciendo señas a Juan Mártir de seguirlo –come on, don’t be shy, I won't bite…[7]-Se sentaron sobre un tronco hueco, Juan Mártir no despegaba la mirada de la caja sobre las piernas del gringo, quien, gustoso de contar historias largas y detalladas a quien fuera valiente y se dejara, casi olvidó que su interlocutor no le entendía ni una sola palabra, -…So, Indio, are you ready to listen to a good Wild West turn of the century story? Just look at the cover of this wooden box and you’ll see it is quite revealing, “And Justice for All”, the last line of the Pledge of Allegiance, it is not only the legal promise of equality amongst the citizens of the best nation humanity has ever seen, it also entails the idea of enforcement of the Law, you follow? Anyway, the initials B.A. belong to the name Burton Alvord, the best tracker of his time, and this gun was given to him in 1886 by his father, on the day Burton became a lawman and began to work for the Arizona Territory. For many years the gun followed the codes of justice, and so its purpose was valiant. Then Alvord started hitting the bottle, and his perspective got poisoned with booze. By the turn of the century he had gone wildly rogue, and the gun’s purpose got tainted with the blood of crime. Burton was captured and sent to jail many times and every single one he escaped. In 1906, when he was done serving his two year sentence, he took off to Central America and vanished in the swamps and marshes that were being tamed to build the Panama Canal. Nobody really knew what happened to the gun, who had it? where could it be? Some members of the Alvord family hired P.I.s to follow threads and rumors to find it, every effort was fruitless. The gun slowly became an object of cult among Wild West fans, and many legends were told about what happened to it…Now listen to this, Indio, My name is James Alvord III, Burton was my great great grandfather! This gun is mine by destiny’s inheritance, quite unbelievable that it has come back to my bloodline through me, the loser renegade! My uncles and aunts will have a seizure! Now, I would give my two daughters for a son, if only to show him how to shoot it…[8]-El gringo se detuvo un instante y suspiró, quiso derramar una lágrima, pero ésta pareció evaporarse apenas asomó por la comisura del ojo seco. Estaba a punto de volver a la anécdota, cuando Juan Mártir aprovechó la breve pausa, –Ándile Siñor, yacállesi edéjimela ver…-, dicho esto se lanzó como un gato montés sobre el rollizo anglo que, fascinado por su propia historia, nunca esperó que el indio, de apariencia enclenque, encarnara en tal fiera. Lucharon con ahínco varios minutos, levantando una polvareda que borró los detalles del embate. De pronto se escuchaba al gringo maldecir en inglés, de pronto a Juan Mártir pujar como cuando araba a mano, de pronto a uno u otro gritar por el dolor del golpe, patada, mordida, rasguño o tirón recibido por el adversario. Finalmente se escuchó un grito agudo, el sonido sordo por la caída de un cuerpo al suelo, y la jadeante respiración de quien, aún de pie y lleno el torrente de adrenalina, se empieza a reconocer victorioso apenas termina la batalla.

 

                     Cuando se asentó la polvareda apareció el resultado del conflicto. Junto al tronco hueco yacía el cuerpo inerte del gringo, con la mirada vacía y una profunda hendidura en el cráneo por la que manaba sangre a borbotones. Luego, parado junto al cadáver fresco, la irreconocible figura de Juan Mártir, más de bestia salvaje que de humano, sostenía en la mano izquierda la pistola, mientras que en la derecha, temblorosa, el viejo machete filoso que durante tantos años le ayudó a abrir brechas, a afilar postes, a chapear pastizales, y que apenas hacía unos momentos le fue el arma perfecta con la que terminar una vida para saciar su único deseo en la vida, ése artefacto que, tan común y familiar, le confirmaba otra vez el ser que siempre fue, hijo inequívoco de monte y vereda. Contempló ambas manos y ambos objetos sucesivamente, algo parecía estar de más. Por un instante creyó que era él mismo quien estaba de más. Miró al gringo muerto y después al machete. Miró al gringo muerto y después a la pistola. Miró su mano derecha empapada en sangre ajena, luego en su izquierda la pistola, tan inerte como el gringo, ya no brillaba como antes y, muda, no le cantaba más melodías seductoras, no le susurraba más palabras de pasión. Una vez que la tuvo en su mano, una vez saciada la obsesión,Juan Mártir entendió que lo único indispensable en su deseo por ella fue el cristal que antes los separaba; que su deseo verdadero no era por ella sino por el deseo mismo, por la fértil distancia que lo alimenta. Entendió también que después de quitar una vida uno no vuelve a ser el mismo, que ya nada nunca vuelve a ser igual. 

 

                     Una vez recuperado el aliento, el muchacho se acercó a la orilla del río para mirar su imagen movediza en el agua. Se reconoció otra vez, hacía tanto que no veía su propio rostro al mirar su reflejo. Se desnudó, se sumergió en la corriente helada y lavó todo el polvo y la sangre de su piel. Recostado sobre el tronco hueco se dejó secar y calentar por el sol. Se vistió con su propia ropa, quitó al cadáver botas y calcetines y se los puso. Recogió el sombrero de paja, el palo caminero y la mochila roja. Revisó los bolsillos del gringo y solamente se llevó el dinero; en reciprocidad, y por bendecir el retorno de su adversario a la fuente de las fuerzas primordiales, se quitó la cadena de la Virgen, el recuerdo de su madre, lo único que le ataba a esta tierra, se la puso al cuello al cadáver, “Tata ticuide gringo”, le dijo. Después se acercó a la orilla del río y sacó la pistola del cinto, “sólo porquistu diseo, mevida” le susurró con tierna tristeza y, sin más despedida, la lanzó con fuerza hacia lo más hondo del río, para que la arrastraran las aguas turbulentas a su última tumba. 

 

                     Sin mirar atrás, abriéndose brecha a machete, tomó rumbo a la cueva de la Ermitaña, apenas a una legua detrás de la alta colina. La Ermitaña lo recibió feliz, hacía tanto que no la visitaba. Juan Mártir la abrazó y acto seguido le contó lo mejor que pudo lo que acababa de acontecer. Sin necesidad de escuchar mucho más ella entró en la cueva, le preparó un itacate con pan de semillas germinadas, carne seca y queso fresco de cabra; le dio un pantalón y una camisa limpia; lo acompañó al entrecruce con la vereda que lleva al norte y allí, antes de verlo encaminarse hacia el olvido, rompiendo más de medio siglo de silencio, le susurró al oído algo que sólo él pudo escuchar.

 

* * *

 

                     Una patrulla con los emblemas de la Policía de Flagstaff, Arizona, se estaciona frente a la puerta de una típica casa norteamericana suburbana, de cerca blanca y césped cuidado, seguramente podado a rapé con regularidad por el vástago rubio y adolescente de algún vecino. Del interior del auto sale un joven oficial de policía; es alto, fornido, muy guapo. Lleva en las manos una caja de cartón. Su rostro denota resignación y tristeza. Es el novato en la estación y apenas le encomiendan éste tipo de salidas mortuorias; el resto del tiempo lo pasa detrás del escritorio, o preparando café para los superiores, preguntándose porqué no siguió el consejo de su padre de estudiar leyes. Se le nota un poco nervioso, piensa “Jesus, I hate being the bearer of bad news!”[9]Toca el timbre y espera inquieto un par de larguísimos minutos. Entreabre la puerta una atractiva mujer en bata, madura pero de aspecto joven, aunque con pronunciadas ojeras y mirada un poco torcida. No es aún el medio día y ya lleva en la mano que está detrás de la puerta un vaso de whisky en las rocas a medio beber. 

–Hello officer, how can I help you?[10] - pregunta, seductora, con lengua resbaladiza.

–I am sorry to disturb you Ma’am, are you in any way related to James Alvord the Third?[11]

–Yes, I am his wife, why? Is he in trouble[12]?- le sonríe coqueta y se muerde con ligereza el labio inferior.

El policía traga saliva y recita el protocolo, –I am sorry to have to inform you that your husband was found dead in Mexico a few days ago. This box contains all the personal objects recovered from the crime scene, we do not know if something is missing…[13]Continúa la perorata. La mujer recibe atónita la caja, odia las malas noticias, le bajan la borrachera. Luego el tiempo se detiene unos segundos y, en el breve transcurso de un instante la figura de su marido empieza a disolverse en la enorme cuenca del vacío. Una vez asumida la pérdida estalla en llanto, avienta la caja hacia atrás, tira el vaso de whisky que se estrella estridentemente contra el piso, abre la puerta de par en par, se lanza desfallecida en los brazos del policía y grita, –O Noooo! My poor James! What happened to him!? Who did this to him!? My poor girls! What will they do without their father!?[14]

                     

                     Detrás de la puerta, al pie de la escalera, están paradas dos niñas cogidas de la mano, la pequeña tiene cuatro años y la mayor once. La primera lleva una vieja muñeca de trapo en la mano, no parece entender o inquietarle mucho lo que está ocurriendo. La segunda escucha atenta la noticia y exhala un suspiro profundo y liberador. Le brillan los ojos verdes y una inmensa sonrisa le ilumina el rostro pecoso. Al caer la caja al suelo salen volando los objetos personales del occiso, y va a dar a los pies de la niña mayor una medalla de plata oxidada, con la imagen de la Virgen apenas visible detrás del cochambre de muchos años. Como a sabiendas de que ése objeto no es de su padre sino suyo, la recoge del suelo y la mira, al reconocerla sonríe aún más grande, la lleva a sus labios, la besa con dulzura y dice emocionada, –Thank you so much, Virgin Mary, for listening to my prayers, for granting me my deepest wish-[15].Después, mientras su histriónica madre se restriega sollozante contra el cuerpo del policía paralizado, se cuelga la medalla al cuello (ya la limpiará más tarde, ya se sentirá conmovida por su brillo exquisito, ya le escuchará cantos, secretos y susurros), toma otra vez la mano de su cándida hermanita y exclama con ademán adulto, –We are free from the Monster, Molly, we have to celebrate! Forget about Mommy there, all soggy and drippy with desire, all greased up and getting busy… Come on little ´sis, lets move on, I will sing “Itsy Bitsy Spider” for you again.-[16]                                                                                             

                                                                                                                                                                                Otoño 2003

 

[1]¡Gran Tatarabuelo! No me lo creo, en verdad esto es un milagro. ¡Qué hallazgo! Sabía que algún día te tendría en mis manos, ¡pero jamás creí que te encontraría en un pinche pueblito Mexicano!

[2]¿Qué? Lo siento Indio, pero no hablo tu lengua.

[3]Escucha, no tendi idea qué estás diciendo, ¿qué quieres de mí?

[4]¡Ah! Te refieres a. la pistola. ¿Qué puede querer un indio como tú con una piza tan fina? (Este país es tan raro) Mírate, estás hecho una calaca, parece que no podrías ni sostener su peso en plata. Ni siquiera sabes su valor real, ¡lárgate a tu casa indio sucio!

[5]Está bien indio, la voy a sacar, pero prohibido tocarla.

[6]Espérate, te dije que no la toques, pero si quieres te cuento su historia, Indio, es legendaria... Ven siéntate conmigo aquí al lado del río (Dios sabe que necesito un descancito) y te la platico...

[7]Ven, anda, que no muerdo. 

[8]Entonces qué Indio, ¿estás listo para escuchar una gran historia del Viejo Oeste a la entrada del siglo? Sólo mira al labrado sobre la caja, allí está todo revelado, la última línea del Juramento de Lealtad, no es sólo la promesa legal de igualdad entre los ciudadanos de la mejor nación que ha visto la humanidad, también implica la idea de enforzamiento, ¿entiendes? De cualquier forma, las iniciales BA le pertenecen a Burton Alvord, el mejor rastreador de su tiempo. y esta pistola le fue obsequiada por su padre el día que Burton de graduó de abogado y comenzó a trabajar para el Territorio de Arizona. Por años la pistola siguió los códigos de la justicia, así su propósito era honorable. Después Alvord empezó a emborracharse y su mirada se enevenenó. Al cambio de siglo se había vuelto un malhechor, y la pistola se ensució con la sangre del crímen. Burton fue capturado y encarcelado muchas veces, y cada vez menos una logró escapar. En 1906, después de dos años de encarcelamiento, se largó a Panamá y se perdió entre las maglares salvajes del Sur que estaban siendo destruídos para construír el Canal. Nadie supo que le pasó a la pistola, en manos de quién quedó, dónde podría estar. Algunos miembros de la familia Alvord incluso contrataron Investigadores Privados para tratar de dar con ella, pero cada intento fue infructuoso. Poco a poco la pistola se convirtió en un objeto de culto entre los fans del Salvaje Oeste, y muchas historias se contaron de lo que pudo haberle sucedido... Ahora, escucha bien que estamos llegando a lo mejor de la historia, mi nombre es James Alvord III, ¡Burton fue mi tatarabuelo¡ ¡Esta pistola me pertenece por destino, increíble que haya vuelto a mi familia conmigo, el renegado! A los tíos y las tías les va a dar el patatuz. Ahora mismo, daría a mis dos hijas por tener un hijo para poder enseñarle a disparar.

[9]¡Ay Jesús! Odio ser el portador de malas noticias.

[10]Hola Oficial, ¿en qué le puedo ayudar?

[11]Siento molestarla Señora, pero ¿está usted relacionada a un tal James Alvord III?

[12]Sí, es mi marido, ¿Porqué, está en problemas?

[13]Siento informarle que su esposo fue hallado muerto en México hace algunos días. Esta caja contiene todos los objetos personales recuperados en la escena del crímen, no sabemos si algo falte...

[14]¡Oh no! ¡Mi pobre James! ¿Qué le pasó? ¿Quién le hizo esto? ¡Mis pobres hijas! ¿Qué harán ahora sin su padre?

[15]¡Gracias Virgencita María por escuchar mis plegarias y concederme mi más grande deseo!

[16]Por fin somos libres del monstruo, Molly, debemos celebrar. Olvídate de mamá allí toda aguada y caliente de deseo, engrasada y ocupándose... Vamos hermanita, la vida sigue, te volveré a cantar la canción dela pequeña arañaotra vez.

©2022 by Daniel Pupko.

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